Hay días en que me descubro mirando la pantalla con el mismo asombro con el que, imagino, nuestros tatarabuelos miraban a una médium hablar con los espíritus. Pregunto algo a Perplexity, ChatGPT o Gemini y me responde con una seguridad elegante y simple. Sobre lo que sea. No tengo ni idea de donde viene esa respuesta, solo sé que tenemos acceso directo a un ente que lo sabe todo. Y nos comunicamos con una tabla que tiene todas las letras del abecedario y… bueno, supongo que vas pillando la idea de que voy a comparar esto con el espiritismo.
Es una metáfora llamativa, ¿verdad? Pero como decía Arthur C. Clark: “Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». Y para interpretar esta magia, necesitamos al intermediario. Al médium.
Todo empezó con un juego infantil.
En diciembre de 1847 la familia Fox decide instalarse en una casa de Hydesville, un pequeño pueblo del estado de New York (EE.UU.). Los Fox tenían cuatro hijos aunque sólo sus dos hijas menores vivían con ellos: Margaret con 8 años y Kate con 6. Las niñas, aburridas cada noche al irse a dormir, inventaban juegos. Uno de esos juegos era ver quien conseguía hacer más ruido crujiendo sus huesos. Y así descubrieron que, apoyando los dedos de los pies en la madera, la cama hacía de caja resonancia y amplificaba el sonido hasta oírse por toda la habitación.
Esto no habría pasado de unas pocas noches de diversión si no fuera porque entra en escena la auténtica iniciadora de esta revolución espiritual. Su madre comenzó a oír esos golpes que parecían venir de la habitación de las niñas y cuando fue a reprenderlas se las encontró despiertas pero acostadas ya en la cama. Pensaba que era imposible que esos golpes que resonaban por toda la habitación los hubieran hecho ellas en esa posición. Las niñas no dejaron pasar la oportunidad de seguir el juego y volvieron a crujir sus huesos. El desconcierto de la madre las divirtió aún más y continuaron haciendo ruidos al azar. Hasta que la madre las sorprendió con algo aún más divertido… «¿Eres un espíritu? Si es así, da dos golpes», dijo la madre al aire asustada. Por supuesto, oyó dos golpes.
Ella fue la primera creyente, la primera early adopter que validó el sistema, no por su funcionamiento interno, sino por su aparente resultado. Emocionada por esta situación, no tardó en contarle a los vecinos el fenómeno y pronto todos quisieron presenciarlo. Las niñas fueron perfeccionando el truco creando, casi sin quererlo, una liturgia, un protocolo: un golpe para sí, dos para no.
Y así, con un enorme grupo de gente haciendo cola para presenciar el inexplicable origen de los golpes fantasmales apareció la segunda gran protagonista de la historia que fue la que definitivamente dio el empujón al espiritismo: Leah, la hermana mayor de las Fox.

La broma se convierte en negocio
Las hermanas le confesaron el truco, pero Leah, viendo la cantidad de gente que acudía, les pidió que siguieran guardando el secreto… y empezó a cobrar entrada. Esto ya no era un juego, era un negocio.
Aquí es donde cristaliza la figura que tanto me interesa: el intermediario. Las hermanas Fox se volvieron la interfaz obligatoria. Nadie podía acceder directamente al saber de los espíritus, era necesario pasar por ellas. Ofrecían una experiencia de usuario sencilla y directa para una de las necesidades humanas más complejas: el deseo de vencer a la muerte y hablar con los que ya no están. Simplificaron lo inabarcable en un código de golpes.
Este es el poder de todo buen intermediario, sea humano o tecnológico. Oculta la complejidad del sistema y nos entrega un resultado limpio. La confianza se deposita, entonces y ahora, en la elegancia del resultado no en la transparencia del proceso.
El éxito atrajo a la competencia. Cualquier buscavidas avispado que pasara por aquella casa descubría fácilmente el truco de las niñas pero, viendo el negocio, se callaba y lo replicaba en otro pueblo para tener su propio espectáculo.
La demanda de lo paranormal explotó y el mercado se llenó de médiums que, para destacar, tuvieron que sofisticar la «experiencia». Los simples golpes dieron paso a mesas levitando, guitarras que sonaban solas y apariciones espectrales hechas de gasa y juegos de luces. Fue una carrera feroz por la espectacularidad, una búsqueda incesante de la prueba definitiva que dejara al escéptico sin argumentos.

Una dinámica no muy distinta a la carrera actual por el modelo de IA más potente, más rápido, más asombrosamente humano.
El médium como interfaz obligatoria
Lo fascinante de esta historia no es el engaño. Es lo que revela sobre nosotros. Sobre nuestro deseo profundo de acceder a un conocimiento superior. Y sobre cómo aceptamos la figura del médium como la única forma posible de hacerlo.
No puedes hablar directamente con un espíritu. Necesitas alguien que lo canalice, que entienda su lenguaje y lo traduzca. El médium no es un simple mensajero, es la interfaz, la experiencia de usuario. Es quien decide qué preguntas son válidas, qué respuestas se dan, y cómo se interpretan.
Hoy vivimos rodeados de nuevos médiums, interfaces conversacionales que nos devuelven respuestas limpias, seguras y razonables. No vemos cómo han llegado a esas conclusiones, no conocemos el origen de los datos, ni el proceso de razonamiento, ni las limitaciones del modelo. Solo vemos el resultado. Y le creemos porque igual que en las sesiones espiritistas, lo importante no es la prueba, sino la experiencia. No queremos saber cómo funciona, sólo deseamos que funcione.
El deseo de creer que alguien (o algo) puede ofrecernos acceso a verdades superiores es anterior a cualquier tecnología. Lo que hacen sistemas como ChatGPT no es crear una necesidad sino actualizarla, profesionalizarla y escalarla. Como hizo Leah Fox.
Ahora ya no tenemos una médium con voz temblorosa en una sala en penumbra. Tenemos modelos multimodales que hablan 200 idiomas, generan imágenes, resumen artículos y nos responden en milisegundos. Pero la lógica de fondo es la misma: queremos una respuesta clara a una pregunta compleja, con solo un par de golpes… de teclado.
La verdad no importa.
Con el paso de los años las hermanas Fox fueron perdiendo el interés de la gente. Ya había otros médiums mucho más impresionantes que ellas. Leah, la hermana mayor, siguió explotando el negocio de forma indirecta consiguiendo amasar una gran fortuna, pero Margaret y Kate acabaron arrepentidas, alcohólicas y deprimidas.
Hasta que en octubre de 1888, Margaret Fox convocó a la prensa y al público en la Academia de Música de Nueva York. Devastada por una vida construida sobre aquel juego infantil, confesó. Lo contó todo: el origen de los ruidos, la complicidad, las mentiras… Hizo una demostración en vivo, descalzándose y dejando que los médicos presentes certificaran que el sonido provenía, efectivamente, de las articulaciones de sus huesos. La fuente original del fenómeno, la propia creadora, acababa de desmontar su creación.
Y no pasó nada.
El mundo ya no necesitaba a las hermanas Fox. El espiritismo se había convertido en una industria, en una religión, en una cultura autosostenible con millones de fieles. La confesión de Margaret fue desestimada como un ataque de histeria, la mentira de una alcohólica resentida.
El sistema que ella había ayudado a crear ya era demasiado grande, demasiado conveniente y estaba demasiado arraigado en el deseo de la gente como para ser derribado por algo tan trivial como la verdad.
Los médiums del siglo XXI.
Hoy, ingenieros de las propias compañías de IA han denunciado la falta de control, los sesgos incorporados, los mecanismos opacos. Académicos independientes han demostrado cómo estos modelos alucinan, cómo refuerzan prejuicios, cómo pueden ser manipulados para decir cualquier cosa. Son nuestras Margaret Fox, tratando de decirnos que lo que han construido es solo un truco, no hay magia, solo una simulación estadística entrenada con nuestros propios datos para manipularnos.
Pero seguimos usándolos. Los convertimos en copilotos, asistentes, tutores, confesores. Porque la utilidad inmediata es más fuerte que la precaución a largo plazo. La comodidad de tener respuestas supera la incomodidad de no saber cómo se generan.
Y cuando el sistema ya esté culturalmente arraigado, cuando millones de personas basen sus decisiones diarias en estas conversaciones con máquinas, ¿importará entonces saber que todo empezó con algoritmos entrenados para manipularnos?
Los nuevos médiums tienen oficinas en Silicon Valley. Y nosotros seguimos haciendo cola para hacerles nuestras preguntas.